Orquídeas blancas

Andando a paso ligero, recorriendo una calle tras otra, va buscando algo. Se encuentra con pequeños retazos, la encuentra en miradas fugaces, la saborea en el clamor de aquel pequeño mercado. Siente que la escucha en esas suaves voces que pasan por su lado suspendidas en el aire, cientos de voces diferentes y todas con algún pequeño rastro de la suya. Acelera el paso impaciente, pero se da cuenta de que los mortificantes matices se aglomeran cortándole la respiración. El corazón alcanza el ritmo de sus pies, y sabe que necesita parar antes de que las grietas se abran más. Llega a ver un banco entre las columnas de un jardín y decide recostarse mientras los rayos la alcanzan. Se pregunta por qué es tan claro el recuerdo, cómo cada fibra de aquel mundo le trae al sueño su figura, a la mente su poderosa y fragante risa, su dichosa y encantadora mirada. El aire le revuelve el pelo en la cara, mientras sigue con los ojos lejanos posados en un instante. No consigue comprender cómo puede anhelar con tanta fuerza lo que sólo ha soñado, cómo puede desear que las manos de esa mujer recorran cada milímetro de su piel, o cómo puede sentir entre sus labios los pezones erguidos que sus blusas dejan entrever.

Al recostarse ve una figura en otro banco lejano, separado por un mar de orquídeas blancas y, entonces, encuentra esa mirada. Recorriendo su cara con asombro, se detiene en sus labios… unos labios de carmín que sonríen sólo para ella, sin que esa sonrisa alcance sus ojos de cielo estrellado. En ellos no hay nada de este mundo y rebosan la misma necesidad de algo que trasciende la mera sencillez. Ambas mantienen la respiración acelerada y acompasada. No puede creer que por fin la tenga delante, que vuelva a mirar esos rasgos que conoce como si de los suyos propios se tratase. Quiere acercarse, quiere profundizar en su mente y en ese vestido blanco que tantas veces le ha visto llevar. La conoce tan poco… y a la vez tanto, que se sorprende imaginando cosas que le resultan imposibles. Y entonces la ve levantarse, dándole la espalda para dirigirse hacia otra dirección y su ser le grita que corra hacia ella, pero se queda inmóvil arrancando de sus entrañas la momentánea felicidad que le proporcionaba su lejana presencia.

Andando a paso lento, la noche cae sobre los tejados de su ciudad. Los hombros caídos no le permiten buscar más, y el peso de su cobardía le insta a desistir. Pasan los días y su rostro se petrifica en aquella monstruosa desesperación. Mirando por la ventana de su piso cómo pasa la gente, cómo hablan entre ellas o cruzan miradas, otras con un móvil siempre en la mano y algunas esperando en la parada del autobús… el mundo se ha vuelto tan vacío. Necesita distraerse, embarcarse en las maravillosas hojas de un buen libro y perderse lejos de su insignificante realidad. Acude a una biblioteca pequeña y poco transitada para sanar su mente por unas horas. Deja sus cosas en un desgastado sillón y se inmersa por las estanterías repletas de ejemplares polvorientos. Y al volver, se encuentra con una orquídea blanca junto a una nota repleta de arrugas: “te sigo buscando”.


Fdo. La Figa Vegana

Chapa y pintura

Entre cigarrillos...

Desconocido abismo

Hambrienta del viento